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María Susana Abdevila

María Sussana Abdevila (Carhué, 1958).  

A los quince años vine a Tandil donde seguí  estudiando en el colegio, Sagrada Familia.
Mi crecimiento no fue fácil pero mi refugio fue la lectura, ese mundo de novelas, viajes y cuentos era mío cada día.
Hoy miro hacia atrás y mi saldo es favorable, tengo lo que más anhele, una familia.
A los 50 años, decidí vivir mis sueños, ellos se multiplican a medida que mi mano comienza a escribirlos.
El taller de Adultos Mayores de la Universidad del Centro, a cargo de Adriana Calvar, luego  de Laurina Restelli. El taller Cuento con Vos, colaboraron aportando su guía. Mis compañeros  del taller me dieron su amistad y ayuda colaborando con El Café Literario que realizamos en la Biblioteca Popular Sarmiento de Villa Italia.
Ellos avivaron mi deseo de contar en relatos o poesías mis emociones y sueños.

Ramón, el boyerito
 

Transcurre el año 1927, en un campo cercano a la laguna El Chifle en el sudeste bonaerense, el viento del invierno levantaba los abrepuños secos, dos árboles apenas cobijaban el ranchito de adobe, que estaba casi perdido en esa inmensidad, caía lentamente la noche y las estrellas  asomaban en el cielo.
Dentro del rancho una familia numerosa se alumbraba con la luz del candil, la madre cuidaba el fogón que  no solo daba calor sino que también calentaba la olla apoyada arriba de los fierros. En la mesa un poco de galleta  dura y los tazones que esperaban la leche caliente.
Los cinco niños cansados y con  frío estaban sentados alrededor de ella mientras su padre ocupaba la cabecera, comieron ávidamente, solo se sentía  alguna acotación del padre.
La madre luego que todos terminaron la cena acostó a los más chicos, mientras el padre le dijo al más grande -quédate  ahí sentado, tengo que hablarte-.
El niño escuchó mirando el suelo lo que su padre le decía…
Tenía ya once años era un hombrecito y era hora que trabajara, eran muchos y debían volar los más grandes, para poner comida en la olla.
Su padre lo llevaría a trabajar a un campo, el del Vasco, así  le daba la noticia,  mientras  su madre callada escuchaba.
Casi de madrugada subió al carro al lado de su padre; Su madre lo había abrazado un largo rato y en esa mañana helada, solo ese calor lo acompañó.
Se le hizo corto el camino mientras el carro se bamboleaba por los pozos, el trote del caballo competía con el silbido del viento helado.
Mientras los ojitos miraban los pastos blancos sentía el gusto a sal de sus calladas lágrimas, su padre le dijo, queda una legua para lo del vasco…
El patrón lo miró desde lo alto, “tienes que dormir con los peones  los ayudarás  a lo que manden, tanto en la casa como en el campo.
Su padre lo abrazó, le dejó el atadito de ropa, y se marchó en el carro.
El frío arreciaba,  el viento quemaba y cuarteaba su carita de niño, sus manos estaban rojas con la helada, tenía miedo estaba solo con gente desconocida, sus ojos buscaban algo que lo calmara, sólo recibió desde ese momento órdenes y gritos.
Cuando a la noche le enseñaron el catre para que descanse, después de un plato de sopa y un pedazo de galleta, se acostó casi aterido de frío y cansancio, la cobija apenas calmaba su tristeza, y las lágrimas caían sin poder contenerlas, se acurrucó y sintió un peso en sus piernas, un perro lo miraba perezoso a los ojos, como diciendo acá también duermo yo.
Despertó en la madrugada con los gritos de los peones y el sonido de la campana para ir a la matera, a tomar unos mates y salir al campo. El perro ya no estaba pero el hueco a sus pies indicaba  la presencia  nocturna del animal.
Se lavó rápido la cara con el agua helada y corrió a la matera, donde se reunían los peones; Todo el día transcurrió  de un lado a otro, él recibía las órdenes con miedo y calladamente.
A la tarde lo mandaron a buscar las vacas para apartarlas; Salió caminando por el pasto seco y sintió un ruido detrás suyo, se dio vuelta no vio nada, con miedo camino presuroso espinándose cada vez más, ya divisaba las vacas eran pocas y se agacho a recoger un palo para sentirse más seguro, sintió nuevamente el ruido miró el monte…sería el viento, pensó con miedo, tenía ganas de gritar y de salir corriendo pero ¿adónde?, la casa estaba lejos y él solo.
Debía costear el monte, ahí estaba la tranquera para sacar las vacas, estaba llorando de miedo, pensó en su madre, sus hermanos, que estarían pasando  quien sabe que cosas.
Cuando sintió un ruido ahí nomás, casi al costado de él lo vio, era un perro cimarrón, los fieros ojos lo miraban fijamente, quedó paralizado no podía ni correr ni gritar, solo veía que el animal se acercaba más y más, cuando estuvo casi enfrente le mostró los dientes y estaba a punto de abalanzarse sobre él, pego un grito y sintió que algo saltaba, era el perro que dormía en su cama, no se había dado cuenta que lo había seguido, los perros se trenzaron en una lucha feroz, mientras él miraba aterrorizado.
El cimarrón desapareció y el niño cayó de rodillas casi desmayado por el susto, temblando por todo lo que estaba viviendo, pero el deber  pudo más y se levantó y camino despacio a traer las vacas,  su salvador se le adelantó y le mostraba que él estaba ahí para acompañarlo, eso lo fue calmando poco a poco.
El animal acostumbrado trajo las vacas y  fue arriándolas junto a su nuevo amigo.
Desde ese día el fiel perro no se despegó del niño fue su compañero en su trabajo, Moncho, así lo llamo, vigilaba  su sueño, parecía que presentía  cuando extrañaba a su madre, venia  le lamia las manos o la cara y lo miraba fijo.
Ramón y el perro fueron inseparables cuando alguien quería pegarle Moncho gruñía mostrando sus dientes listo para atacarlo.
El tiempo fue pasando… ya sabía  apartar las vacas, aprendió a ordeñar aunque seguía siendo un niño.  Ya llegaba el tiempo  cálido, él y  Moncho salían a correr por el campo persiguiendo mariposas o buscando alguna cueva de peludos.
Sí había un charco, por la lluvia, Moncho presuroso iba a meterse en él, y corría a sacudirse casi enfrente de sus narices.
Esa compañía le dio la ternura que  le faltaba al boyerito de cara sucia y manos curtidas.
Pero una tarde vio el carro de su padre y corrió a ver qué pasaba, le dijo que venía a buscarlo  que en otro campo cerca de su casa había otro trabajo.
El padre le comentó al patrón que lo llevaba que otro hermano estaba en otro campo más cercano a donde vivía y necesitaban un boyero  y seria menos viaje, para él.
Acordaron el pago mientras lo mandaron a juntar la ropa.
Seguido por el perro que lo miraba, Ramón entre lágrimas de desconcierto y dolor juntó en un atadito la poca ropa, abrazó a su amigo fuerte como dándole todo el cariño que había recibido de él, caminando  despacio con la cabeza baja subió al carro y entre lágrimas sintió que el perro aullaba.
El carro atravesaba ligero el camino de tierra, entre la polvareda el boyerito sintió un ladrido, le dijo a su padre que fuera más lento y vio a su fiel amigo correr siguiendo la huella.
Le gritó a su padre que parara, su padre lo miró severo y el sintiéndose hombre como le decía su padre, se animó y le dijo que el perro lo salvó que lo dejara ir con él, que era su amigo.
Aunque el padre no era muy sentimental se apiadó, quien sabe… por qué, y dejó que Ramón se bajara y abrazara a su amigo que agitado lo lamía cariñosamente.
El boyerito fue a otro campo, pero con la condición que su amigo lo acompañara. Así siguió el niño su duro trabajo, pero por muchos años no estuvo solo, Moncho  estuvo a su lado.

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