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Andrea Rosetti

Añoranzas de calesita 


Acurrucada en mí misma, como el ovillo que solía ser en las entrañas de mi madre, como anhelando aquella posición de autismo profundo mezclado con placer de pez. Ahí en el momento fundante de mi persona, regresé a lo profundo de la humanidad. Recorrí las huellas que se nos transmiten a través del agua. Olfateé a cada especie para nacerme. Me aventuré a arrastrarme cual reptil, correr como felina, volar con la majestuosidad del águila. Y con el paso de los meses fui construyendo piel, para proteger esta fragilidad heredada. La vieja resultaría siempre distante. Ni una caricia adentro, ni una afuera. Encapsulada en su altillo de cacerolas y ropa para lavar, aprovecharía su adicción al orden y la limpieza para no tocarnos nunca. Tal vez por eso, me lamí como autómata las heridas, limpiando los más viejos mandatos.
Y ahí, en el silencio del abandono, supe la historia que aún me salva: que en los rincones más difíciles del planeta están cantando las mujeres. Están robando melodías al viento para mecerse acompañadas. Sospechan que en círculos de fuego pueden encender al agua. Que volcánica, su lava aún puede hechizar la tierra, conquistar la calma.
Almas rebeldes. Niñas aladas. Música encantada. Dicen que dicen las viejas sabias, que en noches de luna llena las mujeres cantan. Transmiten a sus crías el secreto de la trama. Milenarias voces se congregan entonces en ceremonia sagrada. Con pies descalzos. Sonrisas claras. Se juntan las hembras de la Pachamama. Revuelven sus melenas. Sacuden su modorra. Y reinventan sus miradas. Secreto que las hace mujeres guerreras, mujeres hermanas.
Cantan y tejen….
Es este rito de brujas alocadas, fuente nutricia, resistencia viva. Caprichosamente insisten las mujeres libertarias en aferrarse, con los pies en la tierra, bajo sábanas de estrellas, se tantean, se retuercen animadas.
Supe también que no importa si el suelo que las cobija es de ese que algunos llaman primer mundo. Tampoco si está en llamas la tierra pobre que les seca las entrañas. Hay una tela que las abarca, que funde sus pieles de colores, que oprime sus cuerpos maltratados. Qué importan entonces sus lenguas si las burkas de oriente y occidente las tienen encerradas.
Clama la feminista ortodoxa, y el ama de casa. Claman y claman las mujeres. Las vírgenes y las preñadas. Gritan espantadas las ricas, las pobres, las putas y las “bien casadas”. Chillan y callan. Chillan y callan.
Y aunque insistan los machos, desgarrando cuerpos, asesinando almas. Ellas remontan vuelo, travisten en mariposas. Huyen soberanas.
Cantan y aman…
Y ahí en el medio del desierto, en la selva, en la montaña. Junto al río, a la orilla del mar o la cascada. Estará con sus brazos abiertos, dispuesta a contenerte, quién otra que una mujer-hermana.
Te curará las heridas con la potencia de la lluvia. Te abrigará en su pecho como la tierra a la mañana. Y en su oído atento descargarás la furia milenaria.
Y en esto de construir ramas, supe también que a costa de boicoteadores profesionales, es obligación de hembra, y no capricho, empujar a otras a escuchar el llamado de la luna. Con conjuros de poesía y secretos de madrugada, hay que perseguir a los condenados que deambulan anestesiados, esos y esas que añoran todo el tiempo el ritmo de una calesita llamada humanidad.

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