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Daniela Gonzalia

Biografía


Las hadas me dejaron en manos de mis padres un 30 de abril, hace ya varios veranos. Siempre fui una chica un tanto extraña, que se fijaba en cosas que los demás no podían ver, y rogaba que Peter Pan la viniera a buscar para llevarla a Nunca Jamás. Hablaba con duendes, y más de una vez perseguí un hada, y los animales y las plantas fueron siempre mis mejores amigos. Desde pequeña uso mis palabras para crear, porque todos sabemos que las palabras y los nombres están llenos de magia, y el mundo necesita que se siga creyendo, desesperadamente… No hay mucho más que decir, soy una chica distraída, algo despistada, tan emocional que las lágrimas resbalan por mi rostro, y pocos entienden mis dolores secretos… Encontré una guía y un compañero, y por eso puedo seguir adelante, pese a todo lo que sucede. Los objetivos en mi vida son amar, crear, vivir, y es lo que intento mostrarle al mundo, un pequeño universo oculto detrás de unas palabras.


Pasitos


El gato, que dormía a los pies de la cama, fue el único que escuchó los pasos. Sonaban apenas como copos de algodón rozando las tablas, pero todos sabemos que los gatos son muy perceptivos: ellos ven cosas que usualmente la gente está muy ocupada para ver. El felino bajó de la cama, estirándose como sólo ellos saben hacerlo, y se aproximó, con cautela, al sitio de donde venían los pasos. No fue poca su sorpresa encontrarse con una pequeña niñita, de apenas siete centímetros de alto, que venía caminando hacia él. Tenía unos bellos rizos rubios que caían sobre los hombros, un vestidito blanco hecho de rayos de luna (tejidos con mucho esmero, cabe decir) y estaba descalza. “Quizás por eso no hacía ruido”, pensó el gato. Se acercó a ella evitando que avanzara, y la niñita lo miró con curiosidad. “Esto no tiene sentido. ¡Es como una versión miniatura de mi humana!”.  Así era, en efecto. La personita que observaba los enormes ojos amarillos del gato, parecía una versión liliputiense de la niña que se retorcía en la cama, presa de la fiebre. En ese momento, la niña de la cama se quejó en sueños, y el gato volvió a su lado, acercándose a la cabecera, velando su sueño pesado. Mientras tanto, la versión descalza y sonriente, que se veía como la viva representación de la salud, dio un pequeño salto y se colgó de las cobijas, y trepó por ellas no sin mucho esfuerzo. Bajo la mirada vigilante del gato, caminó hasta llegar junto a la cabeza de la niña, que no dejaba de quejarse. El gato arqueó su espalda, ensayando un “shhhhhhhhh” y bajando las orejas, cuando la niña miniatura levantó la mano. “Espera”, le dijo, “yo estoy aquí para ayudar”. Por alguna razón, el gato le creyó. “¿Quién eres?”. La pequeñita sonrió. “Pues, ¿qué crees? Soy su hada madrina, desde luego. Y necesitaré tu ayuda, en un momento”. La niñita se sentó en la almohada y, eligiendo con cuidado algunos de sus cabellos rubios, los arrancó de su cabeza y empezó a tejer una pequeña red. Luego sopló dentro de ella con cautela, y en sus manos había una versión muy, pero muy chiquita de una red de atrapar mariposas. “Ahora”, le digo al gato, “necesito que pongas una pata en su garganta, y ejerzas una leve presión, para que abra la boca. No te preocupes, sé lo que hago”. El gato la miró un instante, y luego hizo lo que le decía. La niña abrió la boca buscando aire, y una polilla oscura salió de su garganta. La pequeñita, entonces, la atrapó con su pequeña red dorada, y el insecto se deshizo en un polvillo gris. La niña de la cama comenzó a respirar más calmadamente, y sus labios ensayaron una sonrisa dormida, después de muchos días. “Gracias por la ayuda”, dijo la pequeñita, saludando  al gato con una sonrisa encantadora. Acto seguido, se deslizó por una almohada que había caído junto a la cama, y el gato oyó sus leves pasitos sobre el piso de madera, hasta que el sonido desapareció en la oscuridad.

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